martes, 11 de marzo de 2008

Sus manos

11.03.2008



Volvía Tiojandro de la cuadra de ordeñar con la cuerna llena de leche en una mano y diez huevos en la otra.
Que yo le miraba cuando entraba por la puerta de la cocina, mientras estaba cenando, aún siendo un guaje y pensaba para mí "Algún día mis manos serán tan grandes y fuertes como las suyas”.

No es que fueran sus manos algo extraordinario en aquel lugar y aquel tiempo, ya que los hombres del pueblo en su mayoría atesoraban unas manos muy similares. Pero acostumbrado como estaba yo a ver siempre mujeres por casa, desde el momento en que hice aquel descubrimiento, se convirtió para mí en una pequeña obsesión.
En Otoño, al tiempo de recoger la patata, se le llenaban las uñas y las grietas de los dedos y de las palmas con tierra y durante una temporada andaba con las manos aún más oscuras y morenas que de costumbre. Más de una vez
que estando en la bolera haciendo maldades a algún pobre perrillo de mi abuelo nos sorprendiera el Tiojandro en plena faena, cogía un ramo de ortigas -como quien agarra una mata de te- y nos la resteragaba por los morros sin ortigarse lo más mínimo ante mi silencioso asombro.
Aún recuerdo bien, la ocasión en que, con motivo de nuestra primera comunión, nos estrechó la mano el señor cura Don Evelio con la consiguiente y desagradable sensación del lechoso y suave contacto. Si algo me quedó claro es que no quería que de mayor mis manos fuesen de cura.
Así, a medida que me iba haciendo un mozo y comprobaba que mis manos seguían pareciendo más las de un rapaz que las de un hombre, aumentaba mi admiración por las descomunales manazas del TioJandro. Que si lo pensaba fríamente tampoco es que resultara muy ventajoso.

En verano cuando había que mover en la tenada la hierba y el polvo que levantábamos nos hacía estornudar y llorar los ojos, a él se le metía por entre los dedos y por los surcos de la mano y le escocían como si las tuviera en carne viva. Las grietas eran como mancaduras sin sangre que nunca terminaban de cicatrizar. Y en los fríos días de invierno, se arrecían y se le ponían duras como un cuerno y tenía que andar de continuo dándose unos untos que la Tiamaría le preparaba. Aún con todo, los atados de piornos que atropaba y la docilidad con la que el hacha se movía en su poder eran para mí pequeñas muestras de un poder semi-heróico que yo admiraba en secreto.
Aunque nunca llegó a tener hijos, recuerdo las pequeñas manitas de mi hermana intentando asirle el dedo desde el capazo. Eran dedos anchos como una vuelta de chorizo. Daba impresión el contraste, pero se hacía tierno ver un rudo hombretón de la montaña haciendo carantoñas con sus enormes manos a una criatura como mi hermana.
Emulaba sus mañas cogiendo los aperos y si por algún casual me llegaba a salir algún callo por andar tirando de rastro o por coger algo la horca o la guadaña, procuraba mantenerlo por intentar dar un poco de forma a lo que yo consideraba seguían siendo manos casi de mujer. Pero ni por esas. Pasó el tiempo y mis manos nunca llegaron a parecerse lo más mínimo a las suyas.

Aún hoy en la vejez, aferrado a las cachavas buscando el familiar contacto de la madera, pese a la mansedumbre de las tareas que ahora cultiva más como afición que como obligación y pese a la incipiente artrosis que lucha por apoderarse de sus laboriosas extremidades, no puedo dejar de admirar ese espejo del alma que refleja los trabajos y penalidades que fueron seña de identidad de nuestra estirpe durante tantas generaciones.
Recientemente me sorprendió y me hizo recordar esta antigua fijación mía de la infancia, el inesperado y suave tacto de sus aún enormes manos al estrecharlas para despedirnos, comprobar que en la silenciosa batalla contra el tiempo, éste ha logrado finalmemente pulir las invencibles garras del hombre.
En el recuerdo del niño que fui, y de los hombres que conocí y admiré.

Vale.






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