lunes, 14 de julio de 2008

El Regreso

14.07.2008




Tienden a idealizarse en exceso los plácidos años de ingenua infancia, previos a las urgencias adolescentes que más tarde nos sacudirán al llegar a la mocedad. Como si todo aquel tiempo hubiera sido un camino de rosas. Sin embargo, hay un momento de aquellos años que recuerdo con dolorosa lucidez. Era ese momento, en Septiembre, en que muchos de los guajes abandonaban el pueblo camino del colegio. Este colegio, en el que los que podían (y los que querían) continuaban los estudios iniciados en la escuela del pueblo, por lo general era un internado de curas y estaba siempre lejos de nuestras casas. Por esas fechas en que los frutales se mostraban generosos en toda su exuberancia y el otoño comenzaba a pedir paso al verano, para los rapaces quedaban aún muchas cosas pendientes. Siempre había quien lo llevaba peor, pero quien más o quien menos nadie marchaba contento del pueblo. Atrás quedaban las interminables tardes de verano huevereando por las calles, en el río, levantando cabañas, cogiendo nidos, buscando siempre alguna diablura que hacer. En esa angustia que atenazaba el apetito, formando un nudo en el estómago y que convertía las últimas jornadas de vacaciones en una penosa cuenta atrás, cada uno lo llevaba como podía.


Los había como yo, que no me duele confesarlo, lloraban como madalenas a la espera de un milagro de última hora que prolongase contra todo pronóstico la estancia, pero que al final, resignados ante el cruel destino, eran depositados dócilmente en el coche de línea, como corderines mansos, rumbo a lejanos caminos, que aseguraban conducian a formarnos como "hombres de provecho"
Pero los que realmente me han hecho traer a colación este capítulo, eran los otros, los que no se conformaban con su sino y en la víspera de la partida se echaban al monte como perrolobos que repentinamente recuerdan su verdadera naturaleza. Algunos, pertinaces, año tras año llegado el momento clave se escapaban, como si por el hecho de reincidir, su suerte alguna ocasión cambiase. Normalmente la valentía duraba poco y aparecían por el monte, no muy lejos de las últimas casas del pueblo. Lo habitual era que, tras llegar al colegio y pasar una mala noche, poco a poco se te fuera pasando el disgusto. Al cabo de una semana estabas curado.
Pero los había de una raza a todas luces diferente, tal era su apego a la tierra que les vió nacer, que una vez ya internos, cogían su petate y se marchaban con alevosía y nocturnidad campo a través camino del pueblo. Más de uno logró su propósito y llegó a su destino, con el consiguiente disgusto de los padres, que para estos casos seguían dos procedimientos, o bien asumían que el rapaz no servía para estudiar y lo incorporaban al trabajo de la casa, o bien lo remitían de vuelta a los curas con la cartilla leída y el culo caliente.


Esta querencia natural que nos producía tanta nostalgia, algunos la denominan hoy en día "síndrome postvacacional" Resulta ahora que fuimos víctimas de un trauma infantil -vaya por Dios- que nosotros en nuestra inocencia, asociabamos más con una sana melancolía que nos obligaba a no olvidar nunca nuestros orígenes.


Todo esto porque la red de redes, por esas casualidades que hace posible la telaraña de las comunicaciones, me descubrió recientemente una historia que difícilmente habría llegado jamás a conocer, la de Juan, pastor en Villamuñío, que un buen día salió caminando de Fuenlabrada camino del pueblo, como aquellos guajes de la infancia:

Fuente : 20 minutos

Un pastor huye de la ciudad

11 de Julio de 2008. Tal día como hoy, hace ahora cinco años, Jose desapareció de casa.
Antiguo pastor, su llegada a Madrid resultó demasiado para él. Trabajaba como pastelero en Fuenlabrada, pero a sus 42 años fue incapaz de adaptarse a la vida de la gran ciudad.Como Dersu Uzala, el célebre cazador de la película de Kurosawa, echaba de menos los horizontes abiertos de su León natal. Y la naturaleza salvaje. “Yo soy libre, no soy esclavo de nadie”, justifica. Despedido por la empresa no se lo pensó dos veces. Se compró un puñal y, metiéndolo en un macuto junto a un mechero y cuatro anzuelos, decidió regresar caminando campo a través hasta su pueblo, Villamuñío, cerca de Sahagún. Ni dinero, ni carnet, ni teléfono, ni siquiera mapas. “Iba de supervivencia, como los animales, orientándome por el sol a ver hasta dónde podía llegar”. Y advierte con una sonrisa socarrona: “Fue una experiencia divina para la que hay que tener mucha inteligencia”.En el Alto de los Leones cazó una perdiz a la carrera. Más tarde atrapó un conejo, pero le pillaron los guardas. “Me trataban de usted”, explica todavía con sorpresa. “Les conté lo que hacía y no sólo no me hicieron nada, sino que me dijeron que si quería podía matar otro conejo para comer”.Dormía por el día y caminaba por la noche. Sólo lloró una vez. Cuando por el camino se encontró al tradicional enemigo de los pastores, un lobo atropellado que agonizaba en una cuneta. “Se me cayó el alma, el lobo es el animal más sincero que existe”.En Ávila lo detuvo la Guardia Civil, pues su familia había denunciado la desaparición. Explicada su original aventura siguió camino hacia el norte. Tardó una semana en recorrer los 400 kilómetros de la ruta, pero al final llegó. Reventado y feliz.“Fue un aviso. Ahora quiero hacer toda la Cordillera Cantábrica, desde Riaño a Galicia, pero eso me lo tengo que pensar un poco más”

No hay comentarios: