lunes, 6 de abril de 2009

Calle Melancolía

06.04.2009



Llovía incesantemente y las gotas de agua martilleaban rítmicamente sobre el tejado. En la cama, hecho un ovillo entre las pesadas mantas, oía llover Isidoro al calor del hogar, resguardado de las inclemencias del frío otoño de la montaña. El pueblo descansaba silencioso la madrugada, musitando su letanía de soledad durante el sueño de sus vecinos. Únicamente las bestias, allá en el monte, fuera de los límites de los corrales y calles, soportaban sobre sí el monótono tributo que las nubes descargaban durante días y noches sobre aquellos abruptos valles de la Cordillera Cantábrica. Sin embargo Isidoro no dormía, lejanas evocaciones desvelaban su descanso. Sus años de pastor trashumante volvían a su memoria en contextos inesperados. Como ahora, que siente con nitidez el peculiar aroma de las retamas de escoba húmedas, o el perfume que la tierra exhala tras el chaparrón. Fueron suficientes años viviendo entre las bestias, lejos de las leyes de los hombres, para hoy añorarlos. Extraño entre los suyos, pero consciente de que su lugar en la vida se encontraba esa noche bajo el abrigo de las ropas de su cama. La cadera reclama su protagonismo en las reflexiones de Isidoro y le recuerda el legado menos nostálgico de aquellas mojaduras bajo el raso del cielo como único tejado. Mi sitio está aquí. Allí fuera los jabalines se revuelcan en el barro, mientras los corzos ladran asustados por los mil ruidos que sumergen al bosque bajo la lluvia. El aliento de la muerte recorre todas las noches hasta los más remotos rincones de la intemperie en busca de los más débiles.

Y sin embargo, no puede reprimir cierto sentimiento de desasosiego, al comprobar que esa falta de aire en sus pulmones que le impide conciliar el sueño, no es más que la claustrofobia que le induce sentirse cautivo entre cuatro paredes una noche como la de hoy.

Vale.

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